Desde nuestra perspectiva actual de adultos miramos a la
infancia con añoranza y porque no decirlo con envidia sana, por supuesto. Quien fuera niño ahora, en esta parte del
mundo civilizado, claro está. Pertenecer
a esa infancia que goza de una gran consideración y atención y hasta llegaría a decir de sobreprotección,
porque no sería para menos al sentirnos engullidos por una sociedad
tremendamente compleja, hostil e invasiva en la que crecen nuestros niños. Nos
da miedo dejarlos solos, queremos preveer todas sus contingencias, tenerlos
siempre controlados y muchas veces infravaloramos sus capacidades y se llega
hasta tal punto que no despegan el vuelo, no abandonan el nido, hasta más allá
de los 30.
Por mi mente rondan algunas comparaciones a la hora de que aprendan
a valorar el riesgo, a experimentar la realidad. Difícil es cuando los
envolvemos entre algodones, cuando van al parque y juegan en ese rincón lleno
de columpios de diseño, acolchados con un suelo de goma especial que amortiguan
las caídas, frente a nuestros juegos de antaño entre cañaverales, tierra,
piedras, muros que escalar y árboles a los que subir.
Por cierto, ¿le hemos
preguntado a los niños cómo quieren que sean sus parques, cómo quieren y con qué
quieren jugar? Quizás nos sorprenderían pidiendo jardines, escaleras, plazas,
sitios para esconderse, lugares no especialmente diseñados para el mismo juego que al final aburren, que no les dejan inventar juegos que les
lleven a la sorpresa.
Sería estupendo que nos pidieran la ciudad entera para
ellos. Una ciudad diseñada pensando en ellos que como nos dice Tonucci
(pedagogo italiano), una ciudad para los niños es una ciudad para todos. Una ciudad llena de niños, visibles por sus
calles y no solo a la hora de salir o entrar al colegio. Niños que viven su
ciudad con gran autonomía, solos o vigilados de lejos por los adultos, que
comprenden y descubren las necesidades de su ciudad. Porque seguramente una ciudad con esa vida de
barrio, con esa supervisión vecinal será
más segura para nuestros niños y no exclamaremos al ver a niños de 7 u 8 años
solos que sus padres son unos irresponsables, sino que esos hijos asumen su
parte de responsabilidad y la ejercen y nosotros tomamos las medidas y velamos
porque así sea.
Señores alcaldes, escuchen a los niños, todavía no han
acabado de aprender a pensar como adultos, son originales, creativos, libres de
prejuicios, a mostrarnos a hacer de otra manera las cosas y pueden permitirse
decir lo que piensan sin ser obedientes, buenos y quizás piense poco
respetuosos.
¿Se atreven a asumir ese reto, a sentirse incómodo, a dale la
vuelta al calcetín y a ver la ciudad ni desde la derecha ni desde la izquierda
ni desde del consenso, sino desde la felicidad?
Es posible, y nos pueden sorprender. Os muestro una propuesta de unos niños hecha realidad.
Besos creativos.