He soltado lastre, me he desembarazado de un equipaje que permanentemente llevaba encima, por fín he sido capaz, y tras experimentar esa ligereza, no me puedo explicar cómo no me dí cuenta antes de la necesidad de liberar a mi cuerpo, castigado a soportar encima un sobrepeso que llevaba hasta que mis piernas dieron la alarma con sordos quejidos y algún que otro crujido.
Eficiencia energética. Me transporto con menos esfuerzo y se consigue mantener una tonicidad que te pide no renunciar al movimiento, a desearlo, a estar satisfecha de tu propio cansancio al que encuentras más tarde de lo habitual y a olvidarte de la desgana que te provocaba tiempo atrás.
Así pues, este verano he explotado mi propia energía, he retrocedido unos cuanto años atrás, he vuelto a las antiguas usanzas, un tanto, a algunas costumbres vintage en un agradable ambiente rural.
Gestión generosa del esfuerzo. Gastar la energía para sentir que nuestras necesidades y deseos tienen un costo y comprobar que el esfuerzo físico retroalimenta a la mente, que el cansancio es tremendamente sano.
He sacudido a fuerza de golpes los colchones que han dormido todo el invierno encima de sus somieres, sin aspiradora que valga, el polvo se lo llevó el viento que se paseaba por la terraza.
Limpiar la piscina, o más bien la balsa, sin máquina de hidropresión, con los cepillos de toda la vida, a quitar los bichos ahogados con la red barredera sencilla y artesanal, porque no existe la depuradora que además nos obligó a vaciar un par de veces su volumen.
La excepción, la lavadora, no renuncio a ella por nada del mundo, ahora bien, había que llevar la ropa al tendedero subiendo un repechón desde el garaje al otro lado de la casa y nada de dejar caer la ropa sobre los hilos, pues estaban a cierta altura para que las sábanas no tocaran el suelo. Era agradable sentir el abrazo mojado de la ropa al viento, acariciar su piel para borrar sus frescas arrugas. Ni un recuerdo para la secadora.
Por la noche sacábamos a pulso la antigua televisión a la terraza y luego otra vez a su lugar, como al niño pequeño que se ha quedado dormido.
Resucitar a la vieja bicicleta para volver a sentir el pedaleo de mi niñez, para comprobar que todavía soy capaz de recorrer los caminos que casi había olvidado. Abandonar el coche e irme a comprar con mis alforjas colgando de mi bici y adentrarme por las callejas del pueblo de tienda en tienda, al mercado ambulante para volver a regatear, parlotear con su gente y escuchar historias miles.
Sorprenderme que este pueblo estuviera preparado para aparcar mi bici con su artilugio y conseguir atarla por si las moscas y sentirme arropada, porque no era la única que amaba ser ciclista, la que sentía esa solidaridad, esa complicidad entre nosotros.
Llegaba a sentir que era un pseudopeatón que rodaba un poco más rápido que caminando, que podía saludar al que se cruzara conmigo, porque le veía la cara, porque veía reir sus ojos, su boca y recibir su saludo.
Al final del viaje podía sentir como la corriente de energía había discurrido por mi cuerpo y electrificado mis piernas, una agridulce sensación, una liberación de tensiones que alcanzaba a llegar a mi mente, sacudiendo sus telerañas y su polvo adormecido.
Estoy segura que algún beneficio más me habrá aportado del que no soy consciente, porque las posibilidades de la bicicleta combinadas con nuestra energía son muchas.
Nos podemos sorprender.
Así que aquí la tengo, en la ciudad, me le llevé con mi equipaje. No se si encajará tan bien como en el campo, si el día a día sujeto a las prisas, a las máquinas y la técnología punta dejará que saboree por un breve momento, la libertad del verano.
Hace unos días nos recibía bien la semana de la movilidad que se estaba celebrando en muchas ciudades, haciendo un hueco cada vez más grande a la bicicleta y también al caminante, energía vital, saludable, respetuosa con tu entorno y tu propia energía.
Que la fuerza y la energía os brote de vuestro cuerpo para seguir adelante durante todo el año.