Necesito encontrar la llave de la felicidad.
No sé si me lloverá del cielo en alguna tormenta de alegría que luego me abra el horizonte despejando los más negros nubarrones.
Quizá penda de un fino hilo al que no me atrevo a tocar por si cae la dichosa llave en alguna alcantarilla y se me pierde en el fondo del mar.
Casi me inclino a pensar que la tengo perdida por el bolso como cuando quiero abrir la puerta del portal, yendo cargada a tope de bolsas; que difícil encontrarla con los dedos amoratados por el estrangulamiento de sus finas asas, absolutamente insensibles, fríos, emocionalmente neutros.
Puede ser que la felicidad se asemeje a las buenas vibraciones que se nos cuelan por nuestra vida, o puede que las irradiemos como microondas, totalmente incompatible con el metal, el vil metal. Esa llave que emite una onda de frecuencia capaz de abrir las puertas del vehículo de nuestra vida, de encender nuestro motor, de tomar el buen rumbo de decisiones acertadas en el momento justo, con la velocidad adecuada. Esa llave de los vehículos de ultima generación que no necesitas meterla en la cerradura, ni siquiera sacarla del bolso o del bolsillo, simplemente por proximidad se hace eco del "ábrete sésamo".
En estos momentos mi llave no encuentra la cerradura en la que encaje, siento la vida como el bombín que presenta una complicada combinación de dientes y muescas inamovibles, rígidas, exactas, sin la menor flexibilidad, sin darme la oportunidad de rectificar si me equivoco, exigente, muy determinante. Me están faltando fuerzas para mantener esa maña en la cerradura tantas veces, tanto tiempo, hasta que se me cruce la rabia y el hartazgo y escape con una patada en la puerta o me desinfle como una rueda con un pinchazo o peor con un reventón irrecuperable.
Quiero una llave sencilla, sin apenas dientes, esa llave de hierro del tiempo de mi abuela que servía para curar los orzuelos, terapéutica, que pocos días servía para cerrar la casa, porque casi siempre estaba abierta. Solo tenías que empujar la puerta, acariciar su madera y sentir el pulido de tantas manos que empujaron antes de ti; entrar y sentirte en casa y verla de color de rosa, aunque sea la más humilde de las casas.
Parece sencillo, ¿verdad?